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Mi bufanda roja



Esta tarde atendí a Rocío. Una paciente a quien conozco desde hace más de diez años. Tiene un tumor retroperitoneal con múltiples metástasis. Es diabética, le colocamos un marcapasos hace un año, después tuvo un infarto. Ya no es posible operarla ni hacerle más quimioterapia. Tiene 68 años, ha sido maestra y directora de escuela durante toda su vida. Siempre me regala libros que ella lee antes y que vuelve a comprar para mí. Casi siempre los comentamos en la siguiente visita. Desde hace un mes no quería verme porque bajó mucho de peso -37 kg- y su dentadura postiza ya no le servía. Ahora tiene una nueva, por eso vino hoy. No quería que yo la viese así. Usa un pañuelo sobre la cabeza que nunca se saca delante de otras personas. Se pinta los labios y los ojos con discreción pero regularmente. No me dejó quitarle los pantalones para revisarla porque no había podido depilarse las piernas. Me trajo de regalo una bufanda roja de lana gruesa sin terminar ya que no cree que pueda seguir tejiéndola. Quería tenerla lista para esta fecha, es mi cumpleaños, pero le resultó imposible. No se la acepté. Le dije que la quería terminada y no por la mitad. Que ella podría hacerlo. Que todavía teníamos tiempo y que este no sería el último invierno. Le mentí. Yo sé que ya no será posible. Que nunca podrá terminar mi bufanda. Lo aceptó. Sospecho que más por darme el gusto que porque se haya convencido. Antes de irse me abrazó con una intensidad rara. Muy distinta a otras veces. Yo también lo hice. Nos apretamos mucho y durante un largo rato. Ella percibió el mínimo temblor de mis brazos. Mi respiración algo agitada. O no sé qué cosa. Me acarició la cara, me besó varias veces. Creo que nuestros cuerpos se dijeron adiós. Pero no pudimos decirlo con palabras. Antes de salir del consultorio, ayudada por su esposo y su hija, volvió sobre sus pasos. –“Leí en diario que publicaron otra novela de Sandor Marai. Esta tendrás que leerla vos solo”. Volví a tomarle las manos. –“No Rocío, mejor la leemos los dos y después charlamos”. Se acercó a mi oreja en puntas de pie. Tuve que sostenerla. – “No me trates como a una tonta. Vos nunca lo hiciste. Y, a propósito, dejate de joder y se feliz de una vez por todas. Se te nota en los ojos. Te quiero mucho”. Nunca antes me había tuteado. Jamás le había escuchado decir una palabra grosera. Algo había cambiado esta tarde. –“Yo también te quiero mucho. Estás preciosa maestrita”. Le dije sin pensarlo demasiado. Se fue. Vi arrancar el auto con su sombra pequeña a través de la ventanilla. Desde los árboles llegaba un estruendo de pájaros. El siguiente paciente abrió la puerta del consultorio. Me miró sin animarse a entrar. Me quedé pensando de pie frente a la ventana. No supe qué hacer con lo que había vivido durante esos pocos minutos. Desde hace un tiempo he comenzado a sospechar que mis pacientes son mi remedio. Que ellos me atienden a mí y que el enfermito soy yo.

D.F. 
(publicado en el portal IntraMed, el 25/julio/2011)

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