No vas a leer nada alucinante, ni un blog re divertido, ni reflexiones políticas o filosóficas.
Esto soy yo. Este es mi mundo.
Mi mundito y yo.
Pasá y cerrá la puerta, bienvenido.
Esto soy...

La pequeña novia del carioca

Un día después 
(después de vos...) 
crucé los dedos.
La barca pasó 
y el río quedó, al fin, quieto.
Sólo un cuento fue 
que ayudó a pasar un buen rato.
Un castillo de naipes que cayó 
y palabras baratas.
En el aire entre los dos 
brilló una copa rota.
Mala suerte, 
mi palma dio un destino oscuro.
Un dulce licor de romero 
fue la mala idea loca.
¡Te vas a enterar por esta canción 
para el carioca!
No sueño más con vos, 
ya cayó otra flor del cielo.
Te voy a robar esta canción de amor 
y de consuelo.
A la suave luz de la luna 
vi tu espalda.
Hay un lugar allí para mis huellas 
y un lunar nocturno.
Apostamos mal, 
serás más feliz vagabundeando.
Muy poco amable fui, 
nada nuevo vi en tus ojos.

Mi bufanda roja



Esta tarde atendí a Rocío. Una paciente a quien conozco desde hace más de diez años. Tiene un tumor retroperitoneal con múltiples metástasis. Es diabética, le colocamos un marcapasos hace un año, después tuvo un infarto. Ya no es posible operarla ni hacerle más quimioterapia. Tiene 68 años, ha sido maestra y directora de escuela durante toda su vida. Siempre me regala libros que ella lee antes y que vuelve a comprar para mí. Casi siempre los comentamos en la siguiente visita. Desde hace un mes no quería verme porque bajó mucho de peso -37 kg- y su dentadura postiza ya no le servía. Ahora tiene una nueva, por eso vino hoy. No quería que yo la viese así. Usa un pañuelo sobre la cabeza que nunca se saca delante de otras personas. Se pinta los labios y los ojos con discreción pero regularmente. No me dejó quitarle los pantalones para revisarla porque no había podido depilarse las piernas. Me trajo de regalo una bufanda roja de lana gruesa sin terminar ya que no cree que pueda seguir tejiéndola. Quería tenerla lista para esta fecha, es mi cumpleaños, pero le resultó imposible. No se la acepté. Le dije que la quería terminada y no por la mitad. Que ella podría hacerlo. Que todavía teníamos tiempo y que este no sería el último invierno. Le mentí. Yo sé que ya no será posible. Que nunca podrá terminar mi bufanda. Lo aceptó. Sospecho que más por darme el gusto que porque se haya convencido. Antes de irse me abrazó con una intensidad rara. Muy distinta a otras veces. Yo también lo hice. Nos apretamos mucho y durante un largo rato. Ella percibió el mínimo temblor de mis brazos. Mi respiración algo agitada. O no sé qué cosa. Me acarició la cara, me besó varias veces. Creo que nuestros cuerpos se dijeron adiós. Pero no pudimos decirlo con palabras. Antes de salir del consultorio, ayudada por su esposo y su hija, volvió sobre sus pasos. –“Leí en diario que publicaron otra novela de Sandor Marai. Esta tendrás que leerla vos solo”. Volví a tomarle las manos. –“No Rocío, mejor la leemos los dos y después charlamos”. Se acercó a mi oreja en puntas de pie. Tuve que sostenerla. – “No me trates como a una tonta. Vos nunca lo hiciste. Y, a propósito, dejate de joder y se feliz de una vez por todas. Se te nota en los ojos. Te quiero mucho”. Nunca antes me había tuteado. Jamás le había escuchado decir una palabra grosera. Algo había cambiado esta tarde. –“Yo también te quiero mucho. Estás preciosa maestrita”. Le dije sin pensarlo demasiado. Se fue. Vi arrancar el auto con su sombra pequeña a través de la ventanilla. Desde los árboles llegaba un estruendo de pájaros. El siguiente paciente abrió la puerta del consultorio. Me miró sin animarse a entrar. Me quedé pensando de pie frente a la ventana. No supe qué hacer con lo que había vivido durante esos pocos minutos. Desde hace un tiempo he comenzado a sospechar que mis pacientes son mi remedio. Que ellos me atienden a mí y que el enfermito soy yo.

D.F. 
(publicado en el portal IntraMed, el 25/julio/2011)

Risas

Todos nos reimos. Algunos más, otros menos, todos tenemos algún momento en que sonreimos de compromiso, de ternura, recordando... También nos cagamos de risa a veces, quién no. O tratamos de ocultar alguna sonrisa que empuja por salir ante alguna desgracia ajena (el que esté libre de pecado...). 
En fin, las risas y las sonrisas siempre tienen un momento y una persona donde meterse. Desde sonrisas tímidas que no muestran ni los dientes, hasta carcajadas que nos pueden hacer -literalmente- mear encima. 
Pero una vez, hace  mucho y a la vez tan poco, conocí a un pibe que se reía de una forma muy especial. Sí, todas las risas son únicas y especiales, pero esta era diferente a todas. 
El pibe se reía con los ojos. Si lo veías de lejos, o sin mucha atención, no te dabas ni cuenta que se te estaba riendo en la cara. No de malo, eh. Bah, no creo.
También se reía como cualquier otro, sonreía por compromiso, sonreía porque sabía que con eso compraba a cualquiera, se reía con la boca, como todos. 
Pero estaba ese ratito, algunas veces más largo que otras, que le cambiaban los ojos, las arruguitas se le ponían de otra forma, no sé. Creo que se lo dije alguna vez, y estoy segura que su respuesta no fue más que una risa de esas. Era suficiente, igual.
Probablemente no vuelva a ver ese momento, ese ratito, esa risa rara, y no sé si alguna vez alguien más se dará cuenta que existe.
Ojalá que sí.

Quien pudiera



Quien pudiera ser
requiebro de una voz
que se revuelve en el fango,
que ansía ser algo,
y no mirada impasible,
declaración de amor musitada
al oído del que como yo,
no quiere ser nada,
si acaso, relente de luna  ó
piedra alada,
pero hoy no,
hoy no quiero ser nada. 

(Kutxi Romero)

En 140


Besar
o en su defecto intercambiar realidades.
(@maliquevedo)

(Foto: Robert Doisneau "El beso del Hotel de Ville")